"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Ildefonsa

ILDEFONSA El profesor de bordado llegaría en poco tiempo. Mientras Ildefonsa acomodaba la poltrona y la mesita con los bordados de la tarea semanal, Sinforosa corría de un lado al otro, cuidando los detalles de la sala. Por último, trajo un florero con agua fresca, donde colocó un hermoso ramo de rosas y nardos recién cortados de la huerta del último patio. Algo molesta, Ildefonsa la instó a retirarse, aduciendo que ya la había cansado con tantas vueltas. Sinforosa, obediente, se retiró a la cocina a terminar unos pastelillos de dulce de frutas. Era muy hacendosa y su condición de mulata le provocaba una actitud distante y despreciativa a su ama. El hecho de que los extranjeros de piel oscura acababan de ser ya liberados de la esclavitud, igualmente Ildefonsa la tenía en un trato menor, además por ser la “sirvienta” que les atendía las tareas domésticas. Ella, soltera aún, residía en el pueblo, en una linda casona pudiente de adobes de altos techos, arcos en su entrada, tejados, columnas en la galería principal del centro, dos esculturas esculpidas en mármol que mostraban las imágenes de ángeles de alas abiertas, y un frondoso jardín al ingreso tras los altos portones de hierro forjado que se continuaban con rejas en el cierre perimetral. Su padre era un hacendado que mantenía negocios vendiendo sus productos en exportaciones a Inglaterra, de donde adquiría también, ciertos adminículos interesantes para su mujer e hija, como telas finas, casimires, algunos encajes y puntillas. Sinforosa era de condición trabajadora y en la mañana ayudaba a su padre en la pulpería salando las carnes y atendiendo los clientes en las ventas de las verduras y otros elementos comestibles como granos. Y durante las tardes, se acercaba a la casa de los Echevarría para ayudar en los menesteres en la cocina y detalles en los cuidados del jardín, la huerta y los salones… mientras Eusebia, su madre, se encargaba del lavado, planchado y limpieza pesada. Sinforosa era alegre y mientras desarrollaba sus tareas, no podía evitar menear las caderas de modo suave entonando alguna melodía escuchada anteriormente en el piano de la sala, cuando el novio de Ildefonsa la visitaba. Evaristo solía sentarse junto al instrumento y ejecutaba música de salón, valses o algunos ritmos españoles que sonaban por la época. Temas que le eran de mayor agrado a la joven. Si bien quería mucho a su novia delicada de hermosos ojos verdes intensos, no podía dejar de ser amable esbozándole una sonrisa a Sinforosa cuando ésta les acercaba el té con galletas o pastelillos. Eso molestaba mucho a Ildefonsa, quien sentía celos de la simpatía de la “sirvienta”… aunque se calmaba de inmediato al pensar en su ridícula postura ya que su novio nunca se fijaría en “tan poca cosa”. Los ojos bien negros de la joven mulata, con su mirada vivaz y penetrante, pero a su vez huidiza y pudorosa, eran una suerte de imanes para Evaristo, quien al propio tiempo, no tomaba conciencia de lo feliz que se sentía cuando la muchacha ingresaba a la sala. Quien notó esta situación tomándola como incómoda y desubicada, fue doña Lorenza, la madre de Ildefonsa, quien siguió a la mulata hasta el patio de los sirvientes para encararle en modo directo, prohibiéndole de forma definitiva el ingreso al salón cuando en él habían invitados, y en el caso del cumplimiento con los servicios, se llamaría a su madre, quien también colaboraba en la cocina. Quedó claramente asentado que la muchacha más joven debía limitarse a concluir bien los detalles de decoración de los salones, de recolectar las flores y de terminar bien los platos a servir. Ildefonsa, notando los cambios determinados por su madre, quedó más alertada y mucho más aún preocupada. Las visitas de Evaristo los jueves y sábados al caer la tarde, después de la oración, para tomar un té o un refrigerio antes de la cena, se estaban volviendo tensas. Todos en la casa notaron cómo de modo demasiado evidente, el muchacho estaba distinto en su actitud, siendo más aburrido en sus comentarios, menos entusiasta y en ocasiones quedaba dormido ante las conversaciones superfluas de su novia. Él era periodista en “El Censor”, y su juventud blandía la espada de la palabra rebelde que emanaba de su pecho henchido de deseos de libertad y profundos sentimientos patrióticos. No escapaba ante él oportunidad alguna para narrar, en sus notas, todo lo relativo al descrédito hacia la Corona Española y al fomento de que se firmara de una buena vez, la Independencia de su tierra natal. Él admiraba a los patriotas e idealistas como su padre y toda su familia residente, parte en Misiones y parte en la ribera Rioplatense. Las seis provincias pertenecientes por entonces al Río de la Plata debían, de una buena vez, lograr firmar la declaración definitiva de su libertad. Todo su pensar, lo volcaba junto con las últimas noticias sobre las actividades de la Liga Federal y de don José Gervasio de Artigas, en el periódico en el que publicaba. Tenía sentimientos intensos hacia las igualdades de condición, frente a los zambos, mulatos, criollos, hijos de españoles nacidos en su tierra, y por eso no compartía los sentimientos de su novia. Esa tarde ambos manifestaron sus intenciones y puntos de vista, desatándose una discusión donde Ildefonsa, con lágrimas en sus ojos y su rostro francamente crispado, le arrojó ferozmente el bastidor de bordados a la cara de Evaristo, furiosa, mientras le reprochaba sus intenciones con la mulata y que probablemente era ella la culpable de sus pensamientos absurdos de equidad ante los sirvientes de color. Él, más furioso aún, le criticó en alta voz su racismo infundado, donde consideraba que ellos no “servían”… simplemente trabajaban para la casa a cambio de un pago por ello, lo que era justo y no por eso debían ser considerados menor calidad de personas. Ante la discusión tuvo que acudir Benigno, el padre de Ildefonsa, quien molesto, le pidió al joven se retirara de su casa, pues había faltado el respeto a su hogar y aún más a su hija. Que no volviera nunca más a molestar o se tendría que encontrar con él para salvar el honor de su hija y el de su familia. Los rubios cabellos ondeados de Ildefonsa, dejando caer su peinetón, parecían rayos de un sol hirviente emanando de su cabeza. Sus ojos destellaban un verde intenso con brillos de odio. Esa noche le costaba dormir porque cierta idea rondaba reiterativa en su mente confusa. Daba vueltas en su cama tratando de conciliar el sueño fijando la mirada en los movimientos de las cortinas que llevaban el ritmo de la brisa nocturna. El sol de mayo, esa tarde, ingresaba al patio de los sirvientes dorando las flores de otoño de los macetones y enredaderas perennes. Caminando muy despacio, Ildefonsa encontró a Eusebia lavando en una batea junto a un gran piletón, y a su hija cosiendo un delantal pulcro sobre una mesa cubierta por una carpeta magníficamente bordada. La vio tan bella, con la piel morena donde el sol apoyaba sus reflejos cobrizos, su escote insinuante, una sonrisa plena de ingenuidad sugestiva que la hizo sentir más indignada aún. Hizo un esfuerzo para lograr compostura y cuando la mulata se puso de pie, forzándole una sonrisa la invitó a su dormitorio para mostrarle unas novedades en bordados. Tiempo después, ambas, sentadas en la cama de su dueña, observaban bellísimos manteles, toallas, carpetas y sábanas pertenecientes al ajuar de Ildefonsa, bordados por ella misma con las clases del profesor. Filtiré, pasacintas, puntos cruz, puntos relleno y hermosísimas flores decoraban los bordes y esquinas de las manualidades de encaje, lino fino y seda, ribeteados con broderí y puntillas de Brusellas. Sinforosa azorada con semejantes obras artesanales, contemplaba entusiasta. Solo demoró un instante, la joven rubia, para cometer su propósito. Con las mismas tijeras cuyas puntas filosas hundiera profundamente en el pecho de Sinforosa, fue limpiando la sangre en los adobones, mientras socavaba parte de la pared gruesa de su cuarto. Envolvió el cuerpo con la colcha de su lecho y mientras horadaba la pared, mantenía oculto el cadáver debajo de su cama. La noche transcurría y necesitaba hacer un boquete considerable. Ese espacio, del ancho muro de su dormitorio, estaba anteriormente cubierto por un tapiz muy grande traído de Italia por su padrino Fortunato. Se lo había obsequiado con mucho cariño para que decorara su amplia habitación, ubicada en un sector algo apartado del resto del conjunto de dormitorios del ala Oeste de la casona. El mural, íntegramente bordado con hilos de seda y oro, de amplio colorido, consistía en la imagen de Moisés plasmado en la trama, de aspecto realmente imponente, y que parecía mirarle acusador. El apasionamiento, furia y apuro que le embargaba en esos instantes por cumplir con su cometido maldito, no le permitía pensar siquiera, en conductas que molestasen su conciencia, sumergiéndose a pleno en sus actos automáticos. Pese a que todavía transcurría la noche, buscó en los patios traseros, materiales de construcción que tenían en dos galpones y en uso. Por esas épocas, todavía Benigno tenía varios operarios, zambos y mulatos, elaborando un aljibe nuevo y algunas caballerizas en su vasto terreno posterior. Buscó ladrillones de adobe y algunos baldes de amalgamaza con paja y lodo, poniéndolos en varias bolsas de arpillera que arrastraba en sucesivos viajes hacia la casa. Toda esta intensa actividad la desarrollaba durante la noche con la fuerza descomunal alimentada por el odio que la embargaba. Los ruidos alertaron a don Atanasio, un mulato que vivía en los fondos y cuidaba la parte de atrás de las casas. Pero, sorprendido al ver a la niña rubia de la casona, se encontró con que ésta le aseguraba estar preparándole una sorpresa a su padre y que le pedía no dijera nada. Ildefonsa se negó ante el ofrecimiento de ayuda del hombre y continuó su marcha. Entre muchos escollos, la muchacha sorteaba en su camino, escalones, puertas, columnas y muebles. Finalmente llegó a su dormitorio, disponiéndose de inmediato a llenar una palangana y un balde metálicos con agua, poniéndose a trabajar rudamente. Colocó el cuerpo, que le costaba mucho acomodar, y fue embarrando la superficie a cubrir, mojando la tierra del socavado mientras aplicaba amalgamaza. Posteriormente, fue ubicando una pared adjunta con los ladrillones terminando de tapar el boquete al fin. Colocó el tapiz del Moisés gigante por encima. Limpió el resto de suciedad barriendo y lavando con trapos. Pensó que ese promontorio húmedo, que había quedado sobre la pared, debía no ser visto por varios días. Fue ideando cómo cubrir el mismo con maderas para que pareciese un mueble. Hablando con un carpintero, ideó las formas y tomó las medidas. Aprovechaba los momentos de ausencia de sus padres, con Benigno en su oficina y doña Lorenza en la iglesia, para clavar las maderas. Culminó la ardua tarea pintando y lustrando, pareciéndole como un amoblado perfecto. Encontrándose sentada en su cama, observando el trabajo, se sorprendió al ver ingresar rauda a Eusebia quien, con rapidez, se le acercó preguntándo, de modo agresivo, dónde se encontraba su hija… qué había hecho con ella, y mientras la tomaba de los hombros, le sacudía violentamente. Ildefonsa sentía dificultades para respirar, y en su pecho joven muy agitado, las palpitaciones le provocaban ahogos espasmódicos. Abrió repentinamente sus ojos muy verdes, ya apenas alucinada por los influjos oníricos. Miró hacia el muro donde descubrió al Moisés que permanecía intacto y colgado en su sitio original, observándola todavía con su mirada juzgadora en el imponente tapiz. Esta vez sintió angustia por sus intenciones malignas incorporándose hacia la ventana en busca de aire fresco. Parecía la mañana avanzada y pudo ver como Evaristo bajaba elegante y apuesto de un coche tirado por dos caballos blancos junto a otro amigo quien le acompañaba. Cruzaron el empedrado de la calleja y Evaristo se acercaba sonriente con su amigo por detrás. Ildefonsa percibió cómo una luz interior parecía iluminar sus hermosos ojos claros y celestes. Emocionada, impregnada de una amplia sensación balsámica de perdón y rebosante de amor, se inclinó más sobre el alféizar para gritar su nombre a la brisa mañanera. Sin embargo, el gesto de admiración de Evaristo, iba dirigido a un destino diferente, al saludo amable hacia una mujer subyugante quien, con su enigmática sonrisa, le correspondía alegre. Sinforosa, sugestiva, se le acercaba presurosa reluciendo su belleza con un rítmico paso y su atrapante… menear de caderas. ©Renée Escape

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